¡Hola! Soy

Nacho Rabadán

Periodista, branded content, CM. Hombre orquesta. Y encantador, dicen.

Cosas del hipocampo.

Publicado en 04 May 2014 en Blog | 1 comentario

Mi primer recuerdo de ti coincide con mi primer recuerdo del mundo. Puede parecer una casualidad, pero si se piensa bien, no lo es. Siempre has estado ahí, y, como es lógico, tenías que estar en mi primer recuerdo.
Hay un poco de niebla en él, como en los sueños o en las primeras mañanas en las que cierras los bares, y hueles a alcohol y a primer beso y se augura misa de réquiem para el hígado, o la cabeza, o para las dos juntas. Y vuelves a casa, dando tumbos y sin poder fijar demasiado la vista, pero con la sonrisa grande y satisfecha del guerrero que ha ganado la batalla a su niñez.

No es recuerdo especial, ni fuera de lo común. No es una fiesta de cumpleaños, un viaje a algún lugar mágico, un cuento entre sábanas o una cascada de besos y pedorretas en la tripa. No es alegre ni triste. No va a cambiar el mundo ni pretende hacerlo. Pero es mi recuerdo. Nuestro recuerdo.

Tendría yo 5 años. Quizás algo menos, no lo sé. No es que tenga muy claro el momento, la verdad, porque de cuando era niño apenas guardo recuerdos. Supongo que como todos.
Dicen que es por algo relacionada con la neurogénesis, que es algo así como la formación de nuevas neuronas en el hipocampoSegún he entendido, la actividad del hipocampo en la infancia, y muy concretamente hasta que se cumplen los 5 años, es especialmente activa y dinámica, e impide que los recuerdos se almacenen de forma estable. Por eso digo lo de los 5 años. Bendita ciencia.
Yo estaba en el recibidor, sobre aquella alfombra que, si no recuerdo mal, trajisteis papá y tú de vuestro viaje a Túnez y tenía motivos arabescos y era ocre y parda y le daba a todo un toque oriental.
¿Te acuerdas de ese recibidor? Todo en él era blanco. El suelo, de madera pintada de blanco; el perro, de cerámica blanca; el mueble, lacado de blanco y coronado por una especie de vidriera por donde pasaba la luz de la habitación de al lado y dibujaba figuras de colores sobre el suelo como si fuera un caleidoscopio. Lo recuerdo bien. 

La verdad es que nunca me gustó ese suelo. Prefería el de Piluca, que era de madera y brillaba con la rabia de cien soles sobre la nieve recién caída. O como aquella pulsera con una piedrecita verde que tanto te ponías. Pero vosotros decíais que os gustaba el blanco porque era más fácil de limpiar y estaba de moda. 
Es curioso esto de los recuerdos. Porque parece que sólo recordamos lo que queremos o cuando queremos. Por ejemplo, ahora que escribo sobre nuestro recuerdo, me vienen a la mente otros en los que nunca había pensado: cuando papá me llevaba los sábados por la mañana a tirarme por un tobogán rojo que se me antojaba más alto que la Torre de Babel y en el trayecto sonaba El Jardín de los Bonsais; los domingos volviendo de Milagro con un tipo que gritaba «GOOOOOOL»; los helados de nata montada de la abuela; los viajes a Nieva; las pilladas infraganti del abuelo comiendo Tejas; Maryflower…
Seguramente cualquiera de estos recuerdos son más especiales o, al menos, más relevantes que el nuestro. Pero es ése, y no otro. ¿Por qué? No me gusta el modo en que nuestra cabeza elige por nosotros sin pedirnos permiso. ¿Y si yo quería que mi primer recuerdo fuera otra cosa? «Pues te jodes». Pues sí.

Yo estaba, decía, sobre la alfombra tunecina, probablemente volando a algún sitio con mis poderes (¿te acuerdas de mi obsesión con la magia?) en el recibidor blanco y la puerta de casa estaba abierta. De fondo estaría sonando algo de Ana Belén, seguro. Tú no estabas porque habías salido a casa de la vecina que vivía al final del pasillo a pedirle algo. «¿Todos bien? -se oía entre el eco y el Agapimú del transistor- Sí, todos bien, gracias. Gracias a ti por la sal. Adiós. Adiós».

Y volviste a casa. Y fue ese trayecto, esos 20 segundos escasos que tardaste en cruzar el descansillo y llegar de casa de la vecina a la nuestra mi primer recuerdo. Me saludaste a lo lejos, con una carantoña y una sonrisa abierta y preciosa y me dijiste: «¿Qué pasa, lucero?» Y fue ahí cuando conscientemente entré al mundo y me di cuenta de que eras mi madre. Y otra vez niebla y fundido a negro hasta el siguiente recuerdo que recuerde. Como cuando alguien cortaba o estropeaba  la cinta de los antiguos VHS y no se podía ver esa parte. Pues igual.

Como dije, no es un recuerdo fuera de lo común. Menos por una cosa. Ya no me llamas lucero.

 

Pd: todo lo que no se ajuste a la realidad no es mi culpa. Son cosas del hipocampo. O del SEO, que nunca se sabe…

 

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